Relatos agrarios

Volver a página principal

 

 

 

Otros relatos:

El paseo

Dos sillas

     

Experiencia en la defensa 

de tus intereses

 

     Pichaba a humedad la tierra después de la noche entera lloviendo los cielos un agua fría y persistente. Decían los técnicos del lugar con los ojos arrugados en sus cuencas, a base de cuarenta o cincuenta años de mirar para arriba, de oler los vientos de ésta o aquella parte del pueblo, de sentir en el rostro el aire húmedo cuando venía de poniente, con los presagios del Atlántico, y seco cuando venía del naciente, con presagios de mediterráneas tormentas, "habrán caído lo menos treinta litros".

     Y los oídos, ahítos de oír los goteos nocturnos sobre las horribles chapas de uralita que trajo el progreso, asentían a estas sabias informaciones meteorológicas salidas de los expertos locales.

     Pero abrió un poco el día y un sol brillante inundó la atmósfera limpiada por tanta agua caída. Ni el sol, ni el aire húmedo y constante, podían eliminar la humedad del ambiente. "Blando de barro estará hoy el tajo, pero se podrá ir a trasegar un poco la aceituna".

     Y con esta esperanza llenando los vacíos bolsillos después de tan buen tiempo de estos meses, tan escasos de agricultura para los que no tienen campo propio sino brazos y familia que alimentar, salieron las cuadrillas con los cuerpos bien liados en trapajos y trozos de plástico -el progreso- cortado de los sacos del abono, minuciosamente envolviendo las juntas de los pantalones con las botas, cubriendo los finales de las mangas con los guantes o intentando taponar los miles de resquicios del rostro y cuello que se abren cuando sopla el aire invernal.

     Los mismos olivos producían ruidos de viento al agitar el aire sus ramas verdes llenas de puntos negros-verdes que se confundían, los ruidos, con otros similares producidos al rozar el aire gorras, trapajos e incluso cabellos.

     Chapoteaban los rústicos calzados los dispersos charcos, limpios y nuevos que embaldosaban los caminos de las fincas aún sin asfaltar (aquí no llegó el progreso, sólo se asfaltan los caminos de los chalés y sus pistas de tenis).

     Y sobre todo miraban continuamente a un cielo con nubes rápidas y amenazadoras que cubrían grandes claros y despejaban allá en el horizonte retales de sol. Ahí nacía la esperanza, aunque la experiencia te decía a gritos que no te confiaras, que llovería.

     Y llover significaba no sacarle al tajo el urgente jornal.

     Entre los resquicios que dejaba el frío y las distracciones de no chapotear todos los charcos del camino o se pensaba en lo bien que vendrían un par de miles de duros para aliviar la cuenta de la tienda de comestibles, o en comprarle unos abrigos nuevos a la parienta y a los críos. O esas botas que tan buena pinta tenían en la tienda de Rafalito. Buena pinta y buen precio.

     Caminábase en silencio, al son de los pensamientos, con las torpes cuentas -la escuela no enseñó más- de los jornales sacados, partidos y repartidos hasta el más mínimo hueco. La contribución de la casa, el nicho del cementerio y su renovación, la obrilla que habría que realizar en el patio para robarle una habitación nueva que separara a las muchachas, que ya estaban en la edad de la regla, de los muchachos, el viaje que había que realizar a Barcelona a ver a la familia que emigró hace tantos años, los sellos del seguro atrasados y tantos destinos más para el jornal.

     Llegar así al caserío y esperar la cola del tajo. Retrasarse el señorito mientras las nubes cubrían cada vez más el cielo hurtando los últimos jirones de esperanza y lanzando ráfagas cada vez más frías de aire ya imposible de detener en las juntas de los ropajes semiharapientos de recoger la aceituna.

     Y dar tiempo al tiempo de poder ir al tajo, y dar tiempo al tiempo de manejar el garabato, a sacudir las ramas, de empezar el puñateo del suelo llenando la canastilla del negro fruto oleaginoso, frío como la madre que lo parió.

     Y no más llegar las diez, a.m. por supuesto, romper las nubes la tregua de contención y dejar caer agua en una lluvia persistente y sobre todo jodida que ponía el fin de fiesta en los tajos.

     Pues nada, que hoy tampoco, -diría el señorito-, lo siento, y ya os podéis ir porque esto no tiene pinta de cambiar. Y una hora después, pues nada, lo dicho, que ésto ya ni aunque escampe se puede arreglar. Y volverse con los bolsillos vacíos y la cabeza bailando de trampas, porque el jornal de hoy se ha perdido con el agravante de una hora regalada encima.

     Y a la entrada del pueblo los carteles de las centrales sindicales pidiendo un voto para mantener su defensa "experimentada" de la oprimida clase trabajadora.

(si interesa su publicación contacta conmigo)