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2.- Archivo en 3 tiempos A unos hombres sin presupuesto y
olvidados de
Primer tiempo Érase una vez una ratita, creo que no presumida, que anidaba en el sector L-M de la fila quinta de la estantería de la Sala VIII destinada a "Documentación general". Era una rata grisácea y lustrosa con más volumen corporal en la parte ventral que en la pectoral. Tenía media docena de vástagos a los que educar y se había quedado viuda antes del traslado, a causa del letal efecto que produjo en su último granero de residencia, el mortal trigo envenenado con polvos rojos. De noche, cuando los enemigos de su raza dormían, aprovechando cloacas, tuberías abandonadas y desagües, logró llegar hasta el húmedo y ruinoso edificio del archivo histórico monumental de Córdoba, en plena región andaluza. En principio le sorprendió el silencio reinante, para ser un edificio de tanto empaque. Pero a la hora de su llegada ningún ruido humano perturbó su entrada, que fue casi triunfal por la carencia de dificultades. Fue casi a tientas como eligió refugio entre tanta estantería libre que se asemejaba a la ciudad de los rascacielos, que había visto una vez en un periódico que tuvo que roer para llegar al centro del bocadillo que envolvía. Pero el lugar era fresco y, sobre todo, fácil de horadar. Los legajos eran dúctiles de trabajar para hacer la madriguera y resultaban cálidos en invierno y frescos en verano. Por otra parte las condiciones de disimulo a la que estaba obligada su raza por los humanos, exigía terrenos como aquel en los que no es difícil ocultarse.
Segundo tiempo Los primeros días resultó algo complicada la adaptación. En vano mamá rata buscó una cocina y una despensa donde establecer su campo de operaciones. Recorrió pasillos, estantes, alacenas, armarios antiguos... todo en vano. Allí no había ningún alimento almacenado. Raros habitantes tendrían que ser los de aquel edificio. La mamá rata estaba decidida a marcharse en busca de un lugar más apetecible, cuando razonando llegó a la conclusión de que aquel lugar era bastante seguro. Por más que husmeó no logró encontrar ningún resto de veneno. Y mira que ella era fina y experimentada en este terreno. No había ni trampas ni restos de ningún antepasado suyo que indicaran vestigios de las ancestrales luchas contra su peor enemigo. Las crías eran aún pequeñas, el lugar era seguro y el futuro se ponía en la calle cada vez más duro debido a la competencia de sus congéneres. Así que la decisión la tomó en firme. Quizás si viviera su compañero y no se lo hubiera llevado aquel mal trigo, las cosas fueran de otra manera, pero ahora se sentía cansada y las decisiones pecaban de cierta falta de agresividad. Emprendió una firme política de adaptación al material reinante. El formidable estómago de la gente de su raza, que digería casi todo lo existente en este mundo, y su voluntad firme de conseguirlo, bastó para que al cabo de varias semanas toda la familia no tuviera dificultades en digerir testamentos, protocolos, actas o minutas del siglo, de siglos pasados. Las alacenas estaban bien repletas, el polvo añadía un condimento difícil de encontrar en cualquier otra parte, y, sobre todo, allí se respiraba seguridad. Una seguridad que llenaba de felicidad a la mamá rata que veía crecer a sus hijos sanos y robustos. Y sobre todo, con un apetito envidiable... El mayor era ya capaz de hincarle el diente a fajos enteros de legajos sin necesidad de desmenuzarlos.
Tercer tiempo La vida allí era tranquila y pasaban los días monótonos y felices. De vez en cuando llegaba algún ser humano. Entonces mamá rata tocaba alarma general, todos se metían en los huecos horadados en tantos y tan variados banquetes y se dedicaban a observar a los personajes que llegaban. Pronto advirtieron que ninguno era peligroso y bastantes sí divertidos. Por ejemplo, recordaba mamá rata mientras hacía la digestión de un testamento de la Marquesa de la Torre que le había sabido a gloria bendita, aquel curilla joven que llegó cargado con gruesas carpetas, y que tras ponerse unos ridículos manguitos, comenzó a desatar todos los legajos del tribunal diocesano en busca de los casos de separación marital; o a aquel académico, que llevaba siempre colgada una medalla que no distinguía bien mamá rata de qué santo era, y que husmeaba datos inéditos de piedras antiguas, y que cuando cazaba alguno daba un saltito de alegría y exclamaba no entendía muy bien qué, sobre la envidia que le daría a don Ramón, el misterioso número uno. O aquel señorito de postín que soltó un día un taco porque en el testamento de su interés faltaba media hoja que precisamente había servido de merienda a su ratita menor que venía, un par de horas antes, hambrienta y cansada de jugar a "ratitas y hombrones". Pero tampoco iba mucha gente a aquel lugar. Mamá rata, con la filosofía que dan los años, pensaba que aquella labor no daría tantos millones como las inmobiliarias que estaban continuamente destruyendo madrigueras estupendas para construir bloques de viviendas que ya no reunían las condiciones de las antiguas. Había sí, una especie de guarda con ajado uniforme azul marino, ribeteado de bordes antaño dorados, se echaba buenas siestas sobre una de las mesas en cuyos cajones guardaba una botellita de vino que amorosamente renovaba cada mañana. Llegaba a las diez y, aburrido, se solía ir a la una y media o dos. Había días en que se alisaba el uniforme y quitaba el polvo en un par de estanterías. Esos días, indefectiblemente solía llegar un señor adusto que sería probablemente el jefe. Husmeaba en alguna estantería, daba voces, llamaba inútil al guarda, firmaba y se iba. Esto solía ser una o dos veces al mes, y tampoco era para mucho temer. Los meses pasaban volando. Pronto la comunidad se agrandó y mamá rata, sin darse cuenta, se convirtió en abuela. Habían llegado un par de familias más que se había establecido en estanterías cercanas, enamoradas, como se suele decir, de la bondad del clima, y, sobre todo de la seguridad del lugar. A veces, ya vieja la abuela rata, pensaba si con el pasar de los años, habría alimento suficiente para toda su descendencia. Miraba las filas de anaqueles y los montones de legajos que por doquier había y se sentía optimista. Cuando pensaba en la cantidad de alimento que su prole iba ya necesitando, sentía un nudo en el estómago. No le gustaría sufrir de nuevo la angustia de buscar un nuevo lugar. Además su familia era tranquila y se había educado sin la experiencia que da la lucha con el hombre |