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Copas y copas La calle de La Plata tenía en su lateral
izquierdo, según se sale de Las Tendillas, una serie de bares y cafeterías que
ponían varias filas de mesas y veladores donde acudían diariamente toda una
legión de amigos, tratantes, matrimonios, familias... Competían entre si tanto
en la calidad de sus cafés como en el servicio de atento y esmerado de sus
camareros. Ello no era óbice para curiosos casos como los que
siguen: Don
Manuel y su señora, doña Esperanza, acudían a media tarde a tomar el café. Ella,
muy conjuntada y discretamente vestida, presumía de la presencia de su atento
marido, que solícito la acompañaba en el
café con leche vespertino, correctamente vestido con elegante chaqueta de paño
a discretos cuadros y pantalón con una intachable raya producto de un planchado
concienzudo e impecable. Lo que no sabía doña Esperanza es que tras la
inteligente mirada a su marido por parte del uniformado camarero, aquel se
levantaba con la excusa del servicio, y al pasar por el final del blanco y marmóreo
mostrador, recogía un medio de vino blanco de 24, que le esperaba impasible, y
de un certero y voraz trago, lo engullía antes de entrar en el W.C. A la vuelta volvía a sentarse con su santa esposa
y tras apurar el último trago del café que previsoramente había reservado con
claras intenciones disimuladoras, seguía con la intermitente tertulia que
coronaba el rito del café diario. A veces solía repetir la ida al servicio. Tres
mesas más abajo, don Guillermo, representante de comercio, casi siempre enfundado
en una gabardina beis, tras depositar su sombrero de tono verdosos en un lado
de la mesa, pedía su habitual copita de anís, acompañado de un gran vaso de
agua. Lo que desconocían los viandante de la calle de La
Plata, así como el resto de los parroquianos de las mesas limítrofes, era que
el avisado camarero, y siguiendo instrucciones de don Guillermo, trasmutaba los
contenidos de ambos recipientes, de manera que cuando el fiel parroquiano
tomaba un sorbito de la copa y hacía grotescos gestos al paladear supuestamente
el anís, en realidad había sorbido un buchito de agua y que era en el inmediato
enjuague que hacía con un buen trago de agua, cuando el adorado licor llenaba
su boca de tan placenteras como etílicas sensaciones. Justo
al final de la calle, y en el paso de peatones de la calle Cruz Conde, Manolo,
el municipal de gruesa humanidad e impresionante casco de hule blanco,
presentaba una gruesa y colorada nariz que ocupaba gran parte de su cara. Lo que peatones y conductores ignoraban es que las
frecuentes sacadas de pañuelo que realizaba el bueno de Manolo no era sólo para
atajar el moqueo de un perenne resfriado, sino que el pañuelo escondía un
ingenioso artilugio mediante un macarrón de plástico conectado con una
petaquilla alojada en el bolsillo superior de su uniforme, y que el municipal
llevaba disimuladamente a la boca tapado por el pañuelo y del que sorbía
deliciosos tragos del licor allí guardado. Un
poco más arriba está la taberna de San Miguel. Diariamente, Rafael, que tiene
su oficina de seguros en una oficina de la plaza, baja puntualmente cuanto oye
dar la media de la una de la tarde en el reloj de Las Tendillas. Camina lentamente por la acera hasta entrar en la
taberna. Su cara, un tanto abotargada, nos habla de un bebedor empedernido.
Pero su parquedad de palabras nos habla también del típico cordobés senequista. A la entrada en el establecimiento sólo dice un
escueto -Buenas. Y a continuación golpea con su mano el frío y
blanco mármol del mostrador con un gesto diario que el tabernero interpreta,
desde hace mucho tiempo, como la petición de un medio de vino de 24. Rafael lo va bebiendo a callados sorbos sin hablar
nada con nadie, absorto en sus propios pensamientos. Hay días que vuelve a
golpear el mostrador con un seco golpe. La interpretación es clara: quiere otro
medio. Otros días en cambio golpea dos veces el mostrador mientras en su mano
sostiene una moneda que añade un sonido metálico al gesto. La interpretación
también es clara y diáfana. Así que el tabernero cobra y deposita la vuelta en la
lápida del mostrador. Rafael la guarda en su bolsillo y sólo musita antes de
salir por la puerta: -Condiós. Y así día tras día. 02.2010 (autorizada su reproducción citando procedencia) |