Relatos urbanos

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CABINA

     Plateada y brillante surgía, tentadora, al borde mismo del ennegrecido asfalto. En su espacio se vibraba el eco cotidiano de muchas conversaciones decisivas para usuarios anónimos de la Compañía.

     Luis Alejandro Pérez Acosta no pensó nada de esto cuando decidió, frente a la anodina película de la tele, llamar por teléfono a María Gutiérrez de Alba, blanco sutil de sus amores y rompeolas batiente de su infortunada incorrespondencia.

     Pensó, que una llamada imprevista cargada de unas sentidas frases sin sentido, podía avivar en la parte contraria el mismo eco amoroso de su pasión incipiente y semi-desconocida.

     -Pero será fuera de casa. Aquí no tienen por que enterarse. Ya soy mayor y a nadie le importa si quiero o dejo de querer, y por supuesto no pienso ser carne de las ironías en la hora de la cena.

     Doña Remedios Acosta Muñoz no acababa de entender a su hijo. pensó que estaba en la edad ya en que le molestan los padres, quizás porque los padres pierden la frescura del amor que los hijos empiezan a descubrir, creyéndose que es en exclusiva, y porque ellos se toman también la exclusiva de ser insensibles a la experiencias seudoeróticas de sus tiernos retoños, ya ni tan tiernos ni tan retoños.

     -Vieja que es una ya aunque no me lo quiera creer. ¿Dónde habrá ido este chiquillo?.

     Luis Alejandro Pérez Acosta bullía en su monólogo constante esta vez contra la imbecilidad de los padres cuando se niegan a admitir que ya somos capaces hasta de no quererlos. ¿Porqué resistirse a soltar amarras?.

     Saltó por el portal sin saludar al gilipenco del portero, para él un chivato familiar a costa de la propina mensual, y enfiló acera adelante hasta la esquina deseada donde la plateada y brillante la cabina surgía, tentadora, al borde mismo del ennegrecido asfalto.

     Su constante monólogo interior, tan traidor como siempre, le sugirió que los dioses ancestrales les eran propicios, pues el pequeño prisma de aluminio y cristal se encontraba libre en una fenomenal disposición de ser abordado por un cuerpo cargado de deseos, dispuesto escupirlos por la boca a la discreción balbuciente de un conductor de alambre que se introduce ladinamente en las viviendas de los seres afortunados.

     -Como se ponga la pazguata de su hermana la fundo de un taco. Y si es el padre lo mando a la mierda. Ella tiene que sentir que los timbrazos que se van a oír son los míos. Si no es así es que no merece la pena que la llame.

     María Gutiérrez de Alba, desgranaba indolente en un sofá un negro racimo de uvas brillantes y frías. Su mente ansiaba, como todos los días, como todas las horas las palabras ardorosas y enervantes de un amante fidedigno que fundiera su tedio, su confesada ansia, en la realidad de una aventura bellamente realizada hasta las honduras encrespadas de sus ardores inquietantes, que sus despiertos sueños ansiosos de lucha vencida.

     Se sobresaltó un poco ante los timbrazos del teléfono mientras sus ojos fijamente vagos en la pantalla intuían al final de la anodina película de la tele. Siguió oyendo aún después de colgar, los repetidos diga, diga, diga, diga, de su padre, mientras blasfemaba pacíficamente por ser él el que siempre hacía de telefonista.

     Por un momento reaccionó pensando que tal vez era la muda voz del otro lado del teléfono la que esperaba defraudada decirle y prometerle y darle los soplos acompasados de excitante desilusión que su tedio ansiaba.

     Animada por esta idea arrancó la uva más gorda y más fría, mientras su cuerpo se estiraba por décima vez, buscando el relax que solo podía darle la punzada desafiante de un triste caballero de cabina.

     A la película anodina siguió un tiempo anodino, y tras los anuncios anodinos de rigor dos vidas se condenaban a seguir en la trayectoria paralela de la soledad.

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